Fátima Miranda es una cantante, una compositora y una performer que ha sacudido los límites habitualmente asignados a estas disciplinas con su decisión de liberar su voz de las exigencias que la modulan y moldean según las exigencias del principio de realidad. Pero no se crea que lo hace es gritar como un roquero o dar un do de pecho como cualquier virtuoso del bel canto. Ella neutraliza o sobrepasa estas distinciones apelando a los recursos técnicos más inesperados e insólitos que permiten que su voz recupere esa extrañeza, esa otredad salvaje, pre – edípica en la que ya no es suya sino del género humano. Por lo que no sorprende que, tal y como ella lo señala, la imaginación del auditorio de sus recitales y performances evoque a “África, a la India, al Japón, al mar, al bosque, a un mercado o un estudio de música electroacústica”. Ella no improvisa: todo lo que pone en escena es resultado de un laborioso proceso de creación en el que intervienen “el estudio, el juego, la disciplina, el azar y la búsqueda lenta y reflexiva”- según explicó alguna vez. Pero en esta precisa relación falta la revelación: Fátima Miranda, antes que un instrumento, es un médium.